El «ehh» que casi arruinó la entrevista.
Lucía llevaba tres días sin dormir bien. Tres días pensando en lo que diría, en cómo lo diría, en ese gesto perfecto entre profesional y cercana que te hace parecer la candidata ideal. Había ensayado frente al espejo, había apuntado sus logros en una libreta (que luego olvidó en casa, naturalmente), había incluso practicado con su gato Merlín, que la miraba con ese aire de superioridad que solo los gatos saben adoptar.
La entrevista era a las diez. Lucía llegó a las nueve y media, porque más vale llegar con media hora de sobra que con medio segundo de retraso, y se sentó en la sala de espera a repasar mentalmente todo lo que iba a decir. «Buenos días, soy Lucía Montero, licenciada en Marketing con cinco años de experiencia en estrategia digital.» Perfecto. Claro. Sin titubeos.
A las diez en punto, una mujer con un traje impecable y una sonrisa que parecía dibujada con escuadra y cartabón abrió la puerta.
—¿Lucía Montero?
—Ehh… sí, soy yo.
Y ahí empezó todo.
El enredo de las palabras fantasma
La entrevistadora, que resultó llamarse Clara Domínguez y que tenía ese aire de persona que nunca ha dicho «ehh» en su vida, la invitó a pasar a una sala con ventanales inmensos y una mesa de cristal que reflejaba cada uno de los nervios de Lucía.
—Cuéntame un poco sobre ti —dijo Clara, cruzando las manos sobre la mesa con ese gesto que Lucía interpretó como «esto es fácil, no hay trampa.»
—Bueno, pues… ehh… yo estudié Marketing, o sea, terminé hace cinco años, ¿no? Y luego, ehh, trabajé en una agencia de publicidad, que fue… bueno, una experiencia muy interesante, ehh, porque aprendí muchísimo sobre estrategia digital y, este… cómo gestionar campañas en redes sociales, ¿vale?
Lucía se dio cuenta, demasiado tarde, de que había dicho «ehh» al menos cuatro veces en menos de un minuto. Se mordió el labio. Clara la miraba con esa expresión neutra que podía significar «qué interesante» o «cuándo termina esta tortura.»
—¿Y qué te motivó a dejar tu puesto anterior? —preguntó Clara.
—Pues… ehh… mira, lo que pasa es que, bueno, sentía que necesitaba un nuevo reto, ¿no? Porque, este, llevaba ya tres años en el mismo sitio y, ehh, quería aprender cosas nuevas, o sea…
Lucía podía escucharse a sí misma. Era como si alguien hubiera instalado un mecanismo de autodestrucción en su boca. Cada «ehh», cada «bueno», cada «o sea» salía disparado sin permiso, como esas palabras que aparecen cuando uno no quiere, cuando uno más necesita sonar brillante, articulada, competente.
Clara asintió, anotó algo en su libreta (Lucía estaba convencida de que había escrito «dice ehh demasiado»), y continuó con las preguntas. ¿Fortalezas? «Ehh, pues soy muy organizada, o sea…» ¿Debilidades? «Bueno, a veces soy un poco perfeccionista, ¿no? Que, ehh…» ¿Dónde te ves en cinco años? «Pues, mira, ehh…»
Al salir de la oficina media hora después, Lucía tenía tres certezas: una, que había dicho «ehh» más veces que su propio nombre; dos, que Clara Domínguez probablemente pensaba que había estudiado la carrera por correspondencia; y tres, que necesitaba ayuda urgente.
La verdad incómoda sobre las muletas verbales
Esa misma tarde, Lucía quedó con su amiga Marina en una cafetería del centro. Marina era psicóloga, de esas personas que te hacen sentir que todos tus problemas tienen solución si solo te sientas a analizarlos con calma.
—Fue horrible, Marina. Horrible. Sonaba como una adolescente insegura, no como una profesional con cinco años de experiencia.
Marina sonrió con esa mezcla de compasión y diversión que solo las buenas amigas pueden permitirse.
—Bienvenida al club —dijo, removiendo su café—. Todos tenemos alguna muletilla, Lucía. La diferencia es que algunas personas las controlan, y otras… bueno, dejan que las muletillas las controlen a ellas.
—Pero, ¿por qué me pasa esto? Cuando hablo contigo, o con mi familia, no soy así. Pero en cuanto me pongo nerviosa…
—Ahí está el truco. Las muletillas son como esas amigas que aparecen cuando no las has invitado: llegan cuando hay nervios, cuando necesitamos un segundo extra para pensar, cuando tememos que un silencio nos haga parecer tontas.
Marina sacó su móvil y buscó algo rápidamente.
—Mira, te voy a decir algo que leí hace poco: cuando abusas de las muletillas en una situación profesional, estás transmitiendo tres cosas muy concretas. Primera, que no estás preparada. Segunda, que no tienes confianza en lo que dices. Y tercera, que no dominas el tema. Aunque ninguna de esas tres cosas sea verdad.
Lucía se hundió un poco más en su silla.
—Genial. O sea, no solo arruiné la entrevista, sino que además Clara piensa que soy una incompetente.
—Probablemente sí —dijo Marina, con esa sinceridad brutal que a veces duele pero que siempre es necesaria—. Pero escucha: esto tiene solución. Las muletillas se pueden eliminar, o al menos reducir tanto que no afecten tu imagen profesional.
El rescate: cómo deshacerse de las palabras comodín
Marina pidió dos cafés más, ignorando la mirada de «tengo que irme ya» de Lucía, y sacó una servilleta. Sí, una servilleta de papel. Porque las mejores lecciones de vida siempre se dan en cafeterías con servilletas de papel.
—Primer paso —dijo, mientras escribía—: identifica a las tuyas. Cada persona tiene sus muletillas favoritas. Las tuyas son «ehh», «bueno», «pues», «o sea» y ese «¿no?» que pones al final de cada frase como si necesitaras confirmación constante.
—No hago eso —protestó Lucía.
—Lo haces todo el tiempo, ¿no? —dijo Marina, imitándola con una sonrisa traviesa.
Lucía suspiró. Tenía razón.
—La mejor manera de identificarlas es grabarte. Te grabas hablando sobre cualquier cosa, te escuchas con atención y anotas cada muletilla que detectes. Es doloroso, lo sé. Pero necesario.
—¿Y luego qué? ¿Me prohíbo a mí misma decir esas palabras?
—No exactamente. Mira, las muletillas aparecen por varias razones. La primera es el miedo al silencio. Creemos que si hacemos una pausa, vamos a parecer tontas o que no sabemos qué decir. Pero en realidad, una pausa bien colocada te hace parecer reflexiva, segura, incluso más inteligente.
Marina hizo una pausa dramática, para ilustrar su punto.
—¿Ves? Ahora mismo, ese segundo de silencio no te hizo pensar que soy tonta. Te hizo prestar más atención a lo que iba a decir después.
Lucía asintió, empezando a entender.
—Entonces, cuando sienta que voy a decir «ehh», ¿simplemente… me callo?
—Exacto. Respiras, haces una pausa de dos segundos, y continúas. Al principio te va a resultar rarísimo. Te va a parecer que esa pausa dura una eternidad. Pero para la persona que te escucha, es totalmente natural.
Marina siguió escribiendo en su servilleta improvisada.
—Segundo paso: habla más despacio. Cuando hablas rápido, tu cerebro no tiene tiempo de encontrar las palabras adecuadas, así que recurre a las muletillas para ganar tiempo. Si reduces la velocidad, te das espacio para pensar sin necesidad de rellenar cada hueco con un «ehh» o un «bueno.»
—Pero si hablo despacio, Clara va a pensar que soy lenta.
—No, va a pensar que eres cuidadosa. Que mides tus palabras. Que no dices lo primero que se te pasa por la cabeza. ¿Y sabes qué? Eso en una entrevista de trabajo es oro puro.
Lucía empezaba a sentirse un poco mejor. Un poco.
—Tercer paso —continuó Marina—: sube el volumen de tu voz. Es curioso, pero está comprobado que cuando hablas con más volumen, reduces automáticamente el uso de muletillas. No sé por qué funciona, pero funciona.
—¿Y el cuarto paso?
—Practicar. Muchísimo. Delante del espejo, grabándote, con amigos que te den feedback honesto. Y sobre todo, prepárate. Cuanto mejor domines un tema, menos nervios tendrás, y menos muletillas necesitarás.
Marina dobló la servilleta y se la pasó a Lucía como si fuera un documento oficial.
—Y hay un quinto paso, que es el más importante: amplía tu vocabulario. Cuantas más palabras conozcas, más opciones tendrás para expresarte sin recurrir a las mismas coletillas de siempre. Lee, escucha podcasts, fíjate en cómo hablan las personas que admiras.
El giro inesperado
Tres semanas después, Lucía recibió un correo electrónico. Era de Clara Domínguez. Lucía sintió que el estómago se le caía a los pies. Seguramente era un «gracias por tu interés, pero…» de esos que te dan cuando quieren ser educados.
Abrió el correo con un ojo cerrado.
«Estimada Lucía: Después de revisar todas las candidaturas, me gustaría comunicarte que…»
Lucía cerró el otro ojo también. No podía leerlo.
«…hemos decidido ofrecerte el puesto. Tu experiencia en estrategia digital nos pareció muy sólida, y tu honestidad al hablar sobre tus debilidades nos resultó refrescante. Nos gustaría que empezaras el próximo mes. Por favor, confírmanos tu disponibilidad.»
Lucía leyó el correo tres veces. Luego cuatro. ¿Honestidad? ¿Refrescante? ¿De qué demonios estaba hablando Clara?
Llamó a Marina inmediatamente.
—¡Me dieron el trabajo!
—¿Ves? No fue tan desastroso como pensabas.
—Pero no entiendo. Dije «ehh» como mil veces.
—Sí, pero seguro que también dijiste cosas interesantes. Y a veces, Lucía, nos fijamos tanto en nuestros defectos que no vemos todo lo demás que estamos transmitiendo. Clara vio tu experiencia, tu entusiasmo, tu sinceridad. Las muletillas estaban ahí, sí, pero no eran lo único.
Lucía sonrió. Luego se le ocurrió algo.
—Aunque… ahora que voy a empezar, sí debería trabajar en eliminarlas, ¿no?
—Absolutamente —dijo Marina—. Porque una cosa es conseguir el trabajo, y otra muy distinta es ganarte el respeto de tus colegas y superiores. Y para eso, créeme, vas a necesitar hablar sin tantos «ehh.»
Lo que se puede aprender de este enredo laboral
La historia de Lucía nos enseña varias cosas sobre esas palabras traidoras que se cuelan en nuestro discurso cuando menos lo esperamos. Las muletillas no son el fin del mundo, pero tampoco son nuestras amigas. Y si queremos proyectar una imagen profesional, segura y competente, necesitamos aprender a controlarlas.
Aquí van los consejos rescatables de esta pequeña aventura:
1. Identifica tus muletillas personales
Cada uno tiene las suyas. Pueden ser sonidos («ehh», «mmm», «ahh»), palabras («bueno», «pues», «vale») o expresiones completas («o sea», «¿no?», «¿me explico?»). Grábate hablando durante cinco minutos sobre cualquier tema y escúchate con atención. Anota las que más repites. Es un ejercicio incómodo, pero revelador. Una vez que sabes cuáles son tus muletillas, tu cerebro empezará a detectarlas automáticamente cada vez que estés a punto de decirlas.
2. Sustituye las muletillas por pausas conscientes
Este es el truco de oro. Cuando sientas que vas a decir «ehh» o «bueno», simplemente cállate durante dos segundos. Respira. Piensa en lo que vas a decir a continuación. Para ti, esos dos segundos parecerán una eternidad. Para quien te escucha, son una pausa natural y hasta elegante. Las pausas te dan aire de reflexión, de seguridad, de que mides tus palabras. Todo lo contrario a lo que transmiten las muletillas.
3. Reduce la velocidad de tu discurso
Hablar rápido no te hace sonar más inteligente. Te hace sonar nerviosa y, de paso, obliga a tu cerebro a recurrir a muletillas para ganar esos milisegundos que necesita para encontrar la palabra correcta. Habla más despacio. Disfruta de cada palabra. Dale a tu cerebro el tiempo que necesita para construir frases completas y elegantes. Verás cómo las muletillas empiezan a desaparecer por sí solas.
4. Sube el volumen (sí, funciona)
Esto parece magia, pero está comprobado: cuando aumentas ligeramente el volumen de tu voz, reduces automáticamente el uso de muletillas. Tal vez sea porque al hablar más alto te sientes más segura, o porque tu cerebro se concentra más en proyectar la voz que en rellenar silencios. Sea cual sea la razón, funciona. Obviamente, no se trata de gritar, sino de hablar con un volumen firme y seguro.
5. Amplía tu vocabulario, amplía tus opciones
Cuantas más palabras tengas a tu disposición, menos necesitarás recurrir a las mismas muletillas de siempre. Lee libros, escucha podcasts de calidad, presta atención a cómo hablan los buenos oradores. Aprende sinónimos. Juega con el lenguaje. Un vocabulario rico es como un armario lleno de ropa: siempre encuentras algo apropiado para cada ocasión, sin necesidad de ponerte lo mismo una y otra vez.
6. Prepárate (mucho)
Los nervios son el mejor amigo de las muletillas. Y la mejor manera de reducir los nervios es estar tan preparada que puedas hablar del tema incluso si te despiertan a medianoche. Si vas a una entrevista, investiga la empresa, prepara respuestas a las preguntas más comunes, piensa en ejemplos concretos de tus logros. Si vas a dar una presentación, ensáyala tantas veces que la puedas hacer casi en automático. Cuanto más domines el tema, menos espacio habrá para los «ehh.»
7. Practica en vivo con comentarios en tiempo real
Pídele a un amigo, a un familiar o a un colega de confianza que te escuche hablar y que te señale cada vez que digas una muletilla. Sí, es mortificante. Pero también es efectivo. Si no tienes a nadie disponible, grábate en video (no solo audio) y mírate después. El video es especialmente útil porque también te permite ver tu lenguaje corporal, que a menudo acompaña a las muletillas con gestos nerviosos.
Todo acabó como debe ser
Lucía empezó su nuevo trabajo un mes después, con las lecciones de Marina bien aprendidas y una determinación renovada de hablar sin tantas muletas verbales. No se convirtió en una oradora perfecta de la noche a la mañana, por supuesto. Todavía se le escapaba algún «ehh» de vez en cuando, sobre todo en las reuniones importantes o cuando tenía que presentar algo ante todo el departamento.
Pero cada vez eran menos. Cada vez hacía más pausas conscientes, hablaba más despacio, respiraba mejor. Y lo más importante: cada vez se sentía más segura de sí misma, más dueña de sus palabras, menos dependiente de esas muletillas que antes la traicionaban justo cuando más quería brillar.
Seis meses después, Clara la llamó a su despacho.
—Lucía, quería decirte que tu evolución en estos meses ha sido notable. Tu forma de comunicarte en las reuniones ha mejorado muchísimo. Se nota que has trabajado en ello.
Lucía sonrió. Y antes de responder, hizo una pausa de dos segundos. Una pausa consciente, elegante, segura.
—Gracias, Clara. He aprendido que a veces, lo que no dices es tan importante como lo que sí dices.
Clara asintió con aprobación. Y Lucía salió de ese despacho con la certeza de que las muletillas, esas palabras fantasma que antes la perseguían, ya no eran sus enemigas. Simplemente habían dejado de ser invitadas a sus conversaciones.
Y como diría Marina, esa servilleta con los consejos garabateados valió más que cualquier manual de oratoria. Aunque, para ser honestas, después Lucía también compró tres libros sobre comunicación efectiva. Porque cuando una descubre el placer de hablar bien, ya no hay quien la pare.

