Cómo criar a una princesa guerrera sin perder la cordura en el intento.
—Papá, ¿tú me vas a querer siempre? —me preguntó Paloma el otro día, con esos ojos enormes que tiene mi hija de cuatro años, capaces de derretir el corazón más duro.
Juan, que en ese momento intentaba demostrar que podía arreglar el grifo del baño sin llamar al fontanero (adelanto: no pudo), se detuvo en seco. Se limpió las manos en los pantalones, se sentó en el suelo del baño para quedar a la altura de ella y le dijo, con una seriedad que rara vez le veo:
—Paloma, te voy a querer siempre. Cuando seas mayor, cuando te equivoques, cuando estés enfadada conmigo, cuando vivas al otro lado del mundo. Siempre. Puedes estar completamente segura.
Me pareció un poco mucho para que una niña tan pequeña captara la intensidad. Sin embargo, vi cómo la carita de mi hija se iluminaba. Se lanzó a sus brazos, casi tirándole de espaldas, y yo me quedé ahí, en el quicio de la puerta, con un nudo en la garganta y pensando que el grifo podía esperar.
Esa pequeña escena me hizo reflexionar sobre algo que llevo tiempo observando: la relación entre un padre y una hija es una de las más hermosas, complejas y, admitámoslo, aterradoras que existen. Es el primer amor de una niña, el primer hombre que le enseña cómo debe ser tratada, el modelo contra el que medirá a todos los demás hombres de su vida. Sin presión, ¿verdad?
Criar a una hija cuando eres padre es como navegar, sin mapa, en un océano que cambia de humor constantemente. Un día eres su héroe absoluto, al siguiente eres «el más malo del mundo» porque no le has dejado comer un helado. Pero en medio de todo esto, hay lecciones que pueden marcar la diferencia entre criar a una mujer segura de sí misma y dejar cicatrices invisibles que duren toda una vida.
Así que aquí va mi pequeña guía de supervivencia para padres de hijas. O más bien, un manual de cómo convertir este viaje en la aventura más extraordinaria de tu vida.
El día que Juan se convirtió en padre de una niña
Cuando el médico nos dijo «es una niña», vi dos emociones cruzar el rostro de Juan en cuestión de segundos: alegría pura y terror absoluto. La alegría la entendí de inmediato. El terror tardé un poco más en comprenderlo, pero esa noche, en el hospital, mientras él sostenía a Paloma como si fuera de cristal finísimo, me lo confesó.
—No tengo ni idea de cómo tratar a una niña. ¿Y si la hago infeliz? ¿Y si digo algo que la traumatiza? ¿Y si cuando tenga quince años me odia?
Me reí, aunque entendía perfectamente su miedo. Primero porque Juan no tiene hermanas, sólo hermanos, y es verdad que no ha tenido la oportunidad de tratar con niñas. Segundo, porque los padres de niñas cargan con una responsabilidad inmensa: están criando a la futura mujer que su hija será. Y en ese papel de escultor de almas, cada palabra, cada gesto, cada momento cuenta.
Le dije lo mismo que mi madre ya le dijo a mi padre años atrás: «Solo tienes que estar ahí. Presente. El resto se irá resolviendo sobre la marcha».
Cuatro años después, puedo decir que tenía razón. Pero «estar ahí» es mucho más complicado de lo que suena.
Tu primera misión como padre: ser su refugio seguro
Una de las cosas más bonitas que he presenciado es ver cómo Paloma corre hacia su padre cada vez que algo la asusta. Una tormenta, un perro que ladra demasiado fuerte, o simplemente una pesadilla. No viene hacia mí, que soy su madre y, en teoría, su protectora número uno. Va directa a su padre.
Y él, sin falta, la recibe. Deja lo que esté haciendo, la coge en brazos y le susurra que papá está aquí. A veces ni siquiera hace falta que diga nada. Solo con sentirse entre sus brazos, Paloma se calma.
Esa es la primera lección que he aprendido observándolos: una niña necesita saber que su padre es su refugio seguro. Un lugar donde puede ser vulnerable, donde puede llorar sin que la juzguen, donde puede ser ella misma sin filtros ni disculpas.
La importancia de estar físicamente presente
Los estudios lo confirman una y otra vez: las hijas con padres presentes tienen mejor salud mental, mayor autoestima y menos probabilidades de sufrir depresión o ansiedad. No se trata de ser perfecto. Se trata de aparecer. De estar ahí en los momentos que importan y también en los que parecen no importar nada. Porque para una niña, todos esos momentos son enormes.
Una tarde, Paloma se cayó en el parque. No fue nada grave, un raspón en la rodilla, pero ella lloraba desconsolada. Juan estaba terminando una llamada de trabajo importante. Lo vi dudar un segundo, pero entonces colgó el teléfono sin despedirse y corrió hacia ella.
Cuando le pregunté por qué había cortado así, me dijo algo que se me quedó grabado: «Esa reunión puede esperar. El momento en que mi hija me necesita, no».
Estar presente no significa estar las veinticuatro horas del día pegado a tu hija. Significa que cuando estés con ella, estés de verdad. Móvil en el bolsillo, trabajo aparcado, mente despejada. Significa mirarla a los ojos cuando te habla de su día en el cole, aunque sea la decimoquinta vez que te explica la misma historia sobre su amiga Sofía y el columpio.
Enséñale que es una persona valiosa (sin convertirla en una tirana)
Una de las trampas más peligrosas en las que caen muchos padres de hijas es la de la «princesa mimada». Es fácil caer en ella. Paloma pone esa carita, dice «por favor, papi» con una vocecilla que derrite hasta las piedras, y Juan está a punto de darle cualquier cosa que pida. Lo se bien, porque a mi me pasa lo mismo.
Pero ahí entra mi papel. Le doy un codazo discreto y le recuerdo que no le estamos haciendo ningún favor convirtiéndola en una pequeña tirana.
Enseñarle a una niña que es valiosa es esencial. Pero debe saber que su valor no viene de ser «la princesa de papá», sino de ser una persona completa, con sus propias fortalezas, sus propios sueños y su propia voz. El peligro de idealizarla demasiado es que crecerá esperando que el mundo entero la trate como su padre lo hace. Y cuando descubra que el mundo no funciona así, el golpe será brutal.
Juan está aprendiendo a encontrar el equilibrio. Le dice a Paloma que es maravillosa, pero también le pide que recoja sus juguetes, sin contradecir a lo que ha dicho mamá. La elogia cuando hace algo bien, pero también le enseña a pedir perdón cuando se equivoca. La protege, pero también le da espacio para caerse y levantarse sola.
El otro día la vi intentando subirse a un columpio alta para su edad. Juan estaba cerca, con los brazos extendidos por si acaso, pero sin ayudarla. Paloma lo intentó tres veces. A la cuarta lo consiguió. Y la sonrisa de orgullo en su carita no tenía precio.
—¿Por qué no la has ayudado? —le pregunté después.
—Porque si la ayudo siempre, nunca aprenderá que puede hacerlo sola. Quiero que sepa que es capaz de todo.
Cómo tratas a su madre es cómo tu hija esperará ser tratada
Esto es algo que aprendí de mi propio padre, aunque tardé años en darme cuenta. La forma en que él trataba a mi madre marcó mis expectativas sobre cómo debía ser una relación de pareja. Y lo mismo le pasará a Paloma.
Creo que Juan y yo no tenemos una relación maravillosa, aunque no sea perfecta. Discutimos, nos enfadamos, a veces dejamos platos sucios en el fregadero y nos miramos con cara de «te toca a ti». Pero hay cosas que cuidamos escrupulosamente delante de nuestros hijos.
Nos pedimos perdón cuando nos equivocamos. Nos demostramos cariño con gestos pequeños: una taza de café por la mañana, un beso de despedida, un «gracias por hacer la cena» aunque sea pasta con tomate por quinta vez en la semana. Y cuando discutimos, nunca lo hacemos gritando ni faltándonos al respeto.
El otro día, Juan llegó a casa con flores. Sin motivo. Solo porque había pasado por una floristería y pensó que me harían ilusión. Paloma estaba fascinada.
—¿Por qué le has comprado flores a mamá si no es su cumpleaños? —le preguntó.
—Porque quería darle una sorpresa. Y porque me gusta hacerla sonreír.
Paloma sonrió también. Y supe que ese momento quedaría grabado en su memoria. Algún día, cuando ella tenga pareja, recordará que su padre le compraba flores a su madre sin motivo, y esperará (y merecerá) ese mismo cuidado.
El peligro de la distancia emocional
No todos los padres tienen la suerte de haber crecido viendo modelos de relación saludables. Algunos hombres vienen de familias donde el afecto no se demostraba, donde los padres eran figuras distantes y autoritarias. Y sin querer, replican ese patrón con sus hijas.
La distancia emocional entre un padre y una hija puede dejar cicatrices profundas. Las niñas que crecen sintiéndose no vistas, no escuchadas o no valoradas por sus padres, a menudo desarrollan problemas de autoestima, buscan validación desesperadamente en otros hombres y toleran relaciones poco saludables porque no saben que merecen algo mejor.
Si te reconoces en este patrón, no es demasiado tarde para cambiarlo. Empieza hoy. Dile a tu hija que la quieres. Pregúntale cómo se siente. Escúchala de verdad. El simple acto de estar emocionalmente disponible puede cambiar el curso de su vida.
Las conversaciones incómodas: habla de todo (sí, de TODO)
Una de las cosas que más admiro de Juan es que no rehúye las conversaciones difíciles. Paloma todavía es pequeña, pero ya ha empezado a hacer preguntas que nos hacen mirar hacia otro lado, incómodos.
«¿Por qué está triste la abuela?» «¿Adónde se fue el perro de los vecinos?» «¿Por qué ese señor grita tanto a su mujer?»
Juan siempre le contesta. Con palabras sencillas, adaptadas a su edad, pero sin mentirle. Le explica que a veces la gente está triste porque ha perdido a alguien que quería. Que las personas no siempre se tratan bien y que eso está mal. Que el mundo no es perfecto, pero podemos intentar ser nosotros mejores personas.
Sé que pronto llegarán las preguntas más complicadas. Las que tienen que ver con el cuerpo, con las relaciones, con cómo protegerse. Y ya hemos acordado que seremos honestos. Porque una hija que puede hablar con sus padres sobre cualquier cosa es una hija que no necesitará buscar esas respuestas en los lugares equivocados.
Los padres que mantienen conversaciones abiertas y honestas con sus hijas crean un vínculo de confianza que dura toda la vida. Las hijas que saben que pueden preguntarle cualquier cosa a su padre sin ser juzgadas, ridiculizadas o ignoradas, son hijas que tomarán mejores decisiones. Porque no están solas navegando este mundo confuso. Tienen un guía en el que confían.
Anímala a soñar en grande (y luego ayúdala a construir el camino)
Paloma cambia de profesión cada semana. Un día quiere ser astronauta. Al siguiente, veterinaria. Ayer me dijo que quería ser «inventora de pasteles mágicos». Juan jamás le dice «eso es imposible» o «mejor elige algo más realista».
Le dice: «Pues vas a tener que estudiar mucho. ¿Qué te parece si empezamos viendo un documental sobre el espacio?» O «Para ser veterinaria, tienes que cuidar muy bien de los animales. ¿Por qué no empiezas siendo responsable del pez de casa?»
Le está enseñando algo fundamental: que sus sueños son válidos y que los sueños requieren trabajo. No la está protegiendo de la realidad, pero tampoco está aplastando su imaginación.
Una hija necesita que su padre crea en ella. Que cuando diga «quiero ser científica», él responda «por supuesto que puedes». Que cuando dude de sí misma, él le recuerde todas las veces que ha sido valiente. Que cuando falle, él le enseñe que el fracaso no es el final, sino parte del aprendizaje.
Las investigaciones muestran que las niñas con padres que las apoyan académicamente tienen mejores resultados en el colegio, son más propensas a seguir carreras científicas o técnicas y, en general, tienen más éxito profesional. No porque sus padres les hagan los deberes, sino porque les han dado algo mucho más valioso: la certeza de que son capaces.
Los límites también son cariño
Una noche, Paloma tuvo un ataque de cabezonería porque no la dejamos ver otro capítulo de dibujos. Se negó a irse a la cama y nos dijo que éramos los peores padres del mundo. Juan se mantuvo firme.
—Te quiero mucho, Paloma. Pero la respuesta es no. Ya has visto dos capítulos y ahora toca dormir.
Ella siguió enfurruñada un rato más, pero al final se calmó. A la mañana siguiente, actuaba como si nada hubiera pasado. Porque los niños, aunque no lo admitan, necesitan límites. Los límites les dan seguridad. Les enseñan que hay reglas en el mundo y que sus padres son lo suficientemente fuertes como para sostener esas reglas, incluso cuando es incómodo.
El peligro del control excesivo
Pero cuidado: hay una línea muy fina entre poner límites saludables y ejercer control excesivo. Un padre controlador que dicta cada decisión de su hija, que no le permite espacio para respirar, para equivocarse, para ser ella misma, está criando a una mujer insegura que no sabrá tomar sus propias decisiones.
Los límites son sobre seguridad y respeto. El control es sobre poder. Uno libera, el otro aprisiona. Aprende la diferencia.
Juan ha aprendido a soltar. Cuando Paloma elige su ropa (que no siempre combina), no le dice que se cambie. Cuando quiere tomar un camino diferente en el parque, la deja explorar. Cuando elige qué cuento quiere leer, respeta su decisión, aunque sea la vigésima vez que leen el mismo.
Le está enseñando que su voz importa. Que sus decisiones son válidas. Que, dentro de los límites de seguridad y respeto, ella tiene poder sobre su propia vida.
Crea rituales que sean solo vuestros
Cada sábado por la mañana, Juan y Paloma tienen su «hora especial». A veces van al parque, a veces hacen tortitas juntos, a veces simplemente se sientan en el sofá a ver un documental de animales. Yo no estoy invitada. Es su momento.
Paloma espera esos sábados con una ilusión que me parte el corazón (en el buen sentido). No es por la actividad en sí. Es porque sabe que, durante esa hora, tiene a su padre completamente para ella. Sin distracciones, sin móvil, sin trabajo. Solo ellos dos.
Estos rituales crean recuerdos que durarán toda la vida. Cuando Paloma sea adolescente y esté enfadada con el mundo, recordará esos sábados. Cuando sea adulta y tenga sus propios problemas, esos recuerdos serán un ancla que le recuerde que su padre siempre estuvo ahí.
No tiene que ser algo elaborado. Puede ser tan simple como un helado los viernes después del cole, o leerle un cuento una noche a la semana (todas las noches es difícil) antes de dormir. Lo importante es la constancia. Es el mensaje implícito: «Tú eres importante para mí. Tanto que reservo este tiempo solo para ti».
El regalo más grande: enséñale a quererse a sí misma
Hace poco, Paloma estaba mirándose en el espejo con el ceño fruncido.
—No me gusta el pelo así —dijo.
Juan se arrodilló junto a ella.
—¿Sabes qué veo yo cuando te miro? —le preguntó—. Veo a una niña preciosa, lista, valiente y con un corazón enorme. Tu pelo es solo una pequeña parte de quién eres. Y, para que lo sepas, a mí me encanta.
Paloma sonrió tímidamente. Luego se dio la vuelta y, como hace a menudo, le dio un abrazo.
Esa es quizás la lección más importante que un padre puede darle a su hija: enseñarle a quererse a sí misma. No de forma narcisista, sino con una autoestima saludable que viene de saber que es buena y apreciada tal y como es.
Las niñas que crecen sintiéndose amadas incondicionalmente por sus padres desarrollan una imagen positiva de sí mismas. No buscan validación desesperadamente en otros. No toleran que las traten mal porque saben que merecen respeto. No se conforman con relaciones mediocres porque han visto, en su propia casa, lo que es una relación verdadera.
Los estudios lo confirman
Las investigaciones muestran que las hijas con relaciones fuertes con sus padres tienen:
- Mayor autoestima y confianza
- Menor riesgo de depresión y ansiedad
- Menos probabilidad de embarazos adolescentes
- Relaciones románticas más saludables en la vida adulta
- Mejor rendimiento académico
- Mayor resiliencia ante la adversidad
Todo esto no viene de padres perfectos, sino de padres presentes. De padres que se esfuerzan, que se equivocan, que piden perdón y que, día tras día, le demuestran a su hija que es amada.
La adolescencia: cuando todo se complica (pero no se acaba)
Sé que nos queda mucho camino por recorrer. Paloma todavía es pequeña. La adolescencia nos espera a la vuelta de la esquina, y sé que no será fácil. Vendrán los portazos, los silencios, los «no me entiendes». Habrá momentos en los que su padre dejará de ser su héroe para convertirse en «el hombre más anticuado del planeta».
Pero si hemos construido estos cimientos, si hemos cultivado la confianza, el respeto y el amor, esa etapa será solo eso: una etapa. No el final de la relación, sino una transformación.
He visto a mi propio padre navegar mi adolescencia. No fue fácil para ninguno de los dos. Pero él nunca se rindió. Nunca dejó de demostrarme que me quería (aunque yo no siempre fuera consciente de ello en el momento), incluso cuando yo le gritaba que no quería parecerme a él. Nunca dejó de estar disponible, incluso cuando yo lo ignoraba. Nuestra relación sobrevivió a esa etapa.
Eso es lo que le deseo a Juan y Paloma. Que cuando lleguen los años difíciles, recuerden todos estos momentos. Las tortitas del sábado, los abrazos después de las pesadillas, las conversaciones sinceras, las lágrimas secadas con mimo. Que esos recuerdos sean el puente que les permita cruzar juntos hacia la otra orilla, donde la niña se habrá convertido en mujer, pero el cariño seguirá siendo el mismo.

Una aventura impredecible
Ayer por la noche, cuando ya había acostado a Paloma, me encontré a Juan en el salón, mirando una foto de ella de bebé.
—¿Sabes qué es lo que más me asusta? —me dijo—. Que algún día me necesite y yo no sepa qué decirle. Que me pida ayuda y yo no tenga las respuestas.
Me senté a su lado y le cogí la mano.
— Nadie tiene todas las respuestas. Lo importante es que estés ahí, aunque no sepas que decir. Que la escuches. Que la abraces. Que le demuestres que es lo más importante de tu vida.
Porque al final, criar a una hija es una aventura tan hermosa como impredecible. Es construir un vínculo que la acompañará toda la vida. Es ser su primer amor, su primer héroe, su refugio seguro. Es enseñarle a volar mientras le aseguras que siempre tendrá un lugar al que volver.
Es el viaje más importante que un hombre puede hacer. Y aunque Juan todavía no lo sabe del todo, lo está haciendo mejor de lo que él cree. Porque cada día elige aparecer. Cada día elige estar presente. Cada día elige a su hija, incluso cuando es difícil.
Y eso, al final, es todo lo que una hija necesita de su padre.
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