Planifica un viaje a Annecy, Francia

Annecy, casco antiguo, Palais de L'isle en medio del canal.

Llegamos a Annecy con ese tipo de plan que parece sensato cuando lo escribes en una nota del móvil y se derrumba en cuanto el autobús se detiene: “pasear un poco, ver el lago, comer algo.” No fue difícil encontrar el hotel, que estaba cerca de la estación, y dejar el equipaje. Diez minutos después estábamos plantados en un puente, mirando un agua tan transparente que me dio casi vergüenza, como si me hubiera colado en una joyería y hubiera empezado a tocarlo todo.

Annecy tiene fama de ser bonita, y la palabra “bonita” suele venir con truco en estos casos. Los pueblos bonitos a veces cansan. Te hacen sentir mal vestido. Están llenos de parejas vestidas con trajes en lino, en colores coordinados. Huelen a velas con fragancias caras. Y la cámara del móvil, que en casa presume de ser competente, de pronto sólo produce fotos de estilo “postal húmeda y borrosa”.

Annecy, para fastidio de mi escepticismo, es de verdad.

El casco antiguo

El casco antiguo se sienta entre el lago y las montañas como si estuviera posando para un folleto turístico las veinticuatro horas: calles empedradas, fachadas de colores y canales que aparecen donde menos te lo esperas, como si la ciudad tuviera una pequeña obsesión con la fontanería. A la oficina de turismo le encanta lo de “la Venecia de los Alpes”, que suena a apodo inventado por alguien que nunca ha estado en Venecia (ni en los Alpes), pero lo concedo: los canales sí que cosen el centro histórico con una elegancia descarada.

La primera hora fue puro “cerebro de llegada”: caminamos sin intención y en ninguna dirección concreta. Yo me repetí mentalmente que no iba a comprar nada y, acto seguido, compré algo. En este caso, fue una pieza de bollería del tamaño de un cojín pequeño y un espresso que sabía a juicio. Esto es Francia; el café no está aquí para validar tus sentimientos.

Nos dejamos llevar hacia el mercado, porque los mercados son la manera más rápida de fingir que vives en un sitio, aunque vayas con mapa y con cara de “¿por qué esta calle se llama igual que la otra?”. Los puestos se desparramaban por las calles del casco antiguo y todo olía mejor que yo: fresas que olían a fresas, queso que olía a queso y embutidos que sugerían un futuro reconfortante donde todas las reuniones se cancelan. Había flores también: ramos exagerados, teatrales, porque los franceses no permiten la alegría casual; si vas a tener color, vas a tener muchísimo.

Y entonces los canales nos volvieron a atrapar, como hacen siempre. Primero oyes el agua: un murmullo constante que hace que toda la ciudad parezca más fresca, más calma, un poco más bien hidratada. La protagonista aquí es la Thiou, un río cortito que nace en el lago de Annecy y corre apenas unos kilómetros antes de unirse al Fier: uno de esos ríos presumidos que terminan su trabajo antes de que tú hayas acabado de revisar tus notificaciones.

Ahí, plantado en medio del flujo como un barquito de piedra que se perdió de camino al mar, está el Palais de l’Isle. Es el edificio que has visto en fotos: extremos afilados, agua a ambos lados, una silueta tan fotogénica que tu cerebro se resiste a creer que es real. Pero lo es. Algunas partes datan del siglo XII, y ha sido prisión, tribunal y centro administrativo: básicamente el “pack completo” de burocracia medieval.

Dimos dos vueltas lentas a su alrededor, porque cuando algo es así de bonito, tu cabeza no acepta que lo estés viendo gratis. Vi a la gente turnarse en el mismo metro cuadrado de acera para sacar la foto exacta que ya habían visto en Instagram. Cero juicios. Yo también quería esa foto. Solo que quería que pareciera espontánea, como si hubiese descubierto el Palais de l’Isle personalmente y ahora lo estuviera compartiendo por pura generosidad. Que no era el caso.

En algún momento, el casco antiguo se abre hacia el lago y el ánimo cambia. Las callejuelas son íntimas, recogidas; la orilla del lago es amplia y aireada, como si alguien bajara el volumen del mundo. Hay césped, árboles enormes y gente haciendo actividades al aire libre con una seriedad que me hace sospechar que algunos se entrenan para una vida sin sillón. Es injusto, la verdad, cuántos tipos distintos de “agradable” se pueden encontrar en Annecy en un día, y en una sola tarde.

El lago

El lago de Annecy tiene fama de ser de los más puros de Europa, y la gente local lo dice con un orgullo discreto, como quien presume de algo trabajado. No es solo suerte: es esfuerzo. Eso, como idea, casi refresca tanto como el agua: un lugar que sigue siendo precioso porque alguien se molestó en que así fuera.

Caminamos junto a la orilla viendo a los que iban en paddle surf tambalearse con la confianza de personas que jamás han conocido la vergüenza. El agua pasaba de un ser absolutamente transparente cerca de la orilla a un azul-verdoso profundo más lejos, y las montañas alrededor parecían porteros de discoteca a la entrada de una piscina exclusiva. Me entraron ganas de tirarme al agua de inmediato, pero también tuve la sensatez de recordar que llevaba una bolsa con queso del mercado y calcetines con un historial complicado.

Acabamos en el Pont des Amours, el “Puente de los Enamorados”, nombre que te hace poner los ojos en blanco hasta que te paras encima y te das cuenta (con cierta asombro) de que sí, es bastante romántico. Cruza el canal del Vassé, con los Jardins de l’Europe cerca dando sombra y proporcionando una cantidad constante de gente pretendiendo que no está posando.

Este es uno de los puntos donde Annecy te gana. Estás mirando agua, barcas, árboles, montañas y una ciudad que consigue ser animada y tranquila a la vez, y piensas: vale. Entiendo por qué la gente viene aquí, pero no entiendo por qué no había oído antes de esto.

Cultura

Annecy además tiene una segunda identidad curiosa: la animación. El Festival Internacional de Cine de Animación de Annecy existe desde 1960 y se celebra a principios de junio, así que una vez al año este lugar sereno se llena de directores, estudiantes y gente de la industria, y de una energía creativa que te hace querer dibujar storyboards en servilletas, aunque tu nivel artístico sea “patata triste con ojos”. No visitamos la ciudad durante el festival, pero me encantó saber que existe: como descubrir que tu vecino educadísimo también toca en una banda.

La comida

Cuando cayó la tarde hicimos lo que siempre se hace en sitios así: buscar algo de comer con la intensidad de un mamífero pequeño. En Haute-Savoie, no están para apoyar tus fantasías de “ensaladita ligera”. Esta es tierra de tartiflette (patatas, beicon, queso reblochón)y de ese tipo de calor que te hace perdonar todas tus malas decisiones, incluida la de pronunciar reblochon con confianza.

Comimos despacio, viendo cómo se iba apagando la luz sobre los canales y cómo la ciudad se recogía en sí misma. Hay algo tranquilizador en los lugares que son descaradamente bonitos, pero siguen siendo funcionales: gente comprando, niños pasando en bici, el agua haciendo su trabajo en medio de todo.

Cuando caminamos de vuelta hacia el hotel ya había intuído la regla básica de Annecy: lo que creas que va a ser el rincón más bonito será mejor de lo que imaginas, y luego habrá otro rincón aún más bonito cinco minutos después. Es implacable. Empiezas a pensar que la ciudad presume, pero de una manera simpática, como esa persona que se le da bien todo y aun así te ayuda a recoger las sillas.

Los días siguientes

A la mañana siguiente nos encontramos otra vez junto a los canales, café y zumo de naranja en mano. Me gustó fingir que soy alguien que empieza los días así por voluntad propia.

El agua estaba haciendo el mismo truco imposible de claridad. Me quedé un rato mirándola porque parecía la forma más sencilla de entender el sitio: una ciudad construida alrededor de agua que fluye y paseos lentos, donde la actividad principal es darse cuenta. Y después de un año de correr, deslizar el dedo y vivir haciendo siempre “una cosa más”, eso de darse cuenta me pareció unas vacaciones en sí mismas.

Pero Annecy tiene una particularidad: no te deja quedarte quieto demasiado tiempo. El lago está ahí, enorme y tentador, y tú eres una persona con curiosidad y calzado discutible. Así que los días siguientes los dedicamos a lo lógico: rodear el lago como si estuviéramos comprobando si seguía siendo precioso desde todos los ángulos. (Un adelanto: sí.)

El lago de Annecy en barco

El primer día tocó barco. Hay algo profundamente satisfactorio en ver un lugar desde el agua, porque todo se vuelve más simple: no hay calles equivocadas, no hay semáforos, no hay ese momento en que el móvil pierde cobertura justo cuando ibas a girar. Te subes, te sientas, y el mundo se desliza como si alguien estuviera pasando páginas.

Desde el barco, Annecy se hace un poco más teatral. La ciudad se queda atrás, con su borde de tejados y campanarios, y las montañas se colocan alrededor del lago como un público muy exigente. Pasas cerca de orillas con árboles que parecen peinados a mano, pequeñas playas, muelles con barcas que dan ganas de tener una vida en la que “mi barca” sea una frase normal. Y en cuanto el barco se aleja un poco, el agua cambia de color y de humor: a veces es verde claro, a veces azul, a veces un tono que solo existe en lagos que han decidido presumir.

Lo mejor del barco, para mí, es que te obliga a mirar sin prisa. En tierra, uno camina, se distrae, calcula distancias, decide si ese helado merece la desviación. En el agua no hay decisión: solo horizonte. Es la forma más elegante que conozco de caer en una especie de calma.

Alrededor del lago en autobús

Al día siguiente, cambiamos el romanticismo del barco por la realidad práctica del autobús. Y aquí tengo que confesar algo: me encanta usar transporte local cuando viajo, no por espíritu aventurero, sino porque me hace sentir parte del sitio durante unos minutos. También porque me permite observar a la humanidad en su estado más auténtico: esperando, subiendo, bajando, mirando por la ventana con expresión de “mi vida es un documental silencioso”. Las personas que nos encontramos fueron extraordinariamente amables y bien educadas. Incluso vi a una chicha y un chico, de unos catorce o quince años, cederles su asiento a dos señoras con bolsas. Lo comento porque había olvidado la última vez que vi algo así, fue hace bastante tiempo.

Recorrer el lago en autobús es otra historia. Es menos “postal flotante” y más “vida normal alrededor de un paisaje indecente”. Pasas por pueblos donde la gente va a trabajar con las montañas de fondo como si fuera lo más normal del mundo. Ves bicicletas, mochilas, bolsas de pan. De vez en cuando el lago aparece entre árboles y casas, como si te estuviera guiñando un ojo: “Sí, sigo aquí. Sí, sigo siendo espectacular. Continúa con tu asiento de tela y tus preocupaciones.”

Lo bonito del autobús es que te da la escala humana del lugar. El lago no es solo un escenario; es algo alrededor de lo cual se organiza la vida. Y eso lo notas en cosas pequeñas: la gente bajándose con toallas, el sonido de conversaciones cortas, la manera en que el conductor frena con una confianza que sugiere que ha hecho ese giro diez mil veces y sobrevivirá a otras diez mil.

El último día

El último día volvimos al autobús, ya con la idea clara de parar en uno o dos sitios que nos apetecieran, sin heroicidades ni “vamos a hacerlo todo”. Viajar, aprendí hace tiempo, mejora mucho cuando aceptas que tu energía tiene un presupuesto. Y el mío, francamente, estaba gastado en contemplación y queso.

Teníamos en mente el Col de la Forcaz, una de esas montañas que son famosas entre los entusiastas del paragliding. (Me encanta que exista gente cuyo hobby es, básicamente, convertirse en punto en el cielo por placer.) Subir hasta arriba fue una mezcla perfecta de emoción y modestia: emoción por la vista, modestia porque mi cuerpo me recordaba contínuamente que no soy una cabra montesa, sino una persona que aprecia los ascensores.

Arriba, el mundo se abría como una maqueta. El lago parecía aún más irreal, una lámina brillante encajada entre montañas. Y vimos la mayor concentración de entusiastas del paragliding que uno pueda imaginarse. A distancia, parecen cometas gigantes con un ser humano colgando, una imagen que mi cerebro clasifica automáticamente como “esto no debería funcionar” y, sin embargo, ahí estaba: gente volando con una calma envidiable, haciendo giros lentos, flotando como si el aire tuviera textura.

Algunos se alejaban hacia el valle; otros se quedaban más cerca del lago. Y sí, vimos incluso a varios planeando sobre el agua, pequeños puntos de color moviéndose por encima de esa superficie perfecta. Fue uno de esos momentos que te obligan a callarte un poco. No por solemnidad exagerada, sino porque hay cosas que no mejoran con palabras: una persona suspendida en el aire, el lago abajo, el silencio raro de las alturas, y tú ahí, con cara de “yo hoy he subido en autobús y ya me siento valiente”.

Me hizo pensar en algo sencillo: Annecy tiene muchos ritmos. El casco antiguo con su agua apresurada y sus calles estrechas. El lago con su amplitud y su calma. Los barcos deslizándose con paciencia. Los autobuses conectándolo todo con la practicidad diaria. Y arriba, en el cielo, gente literalmente flotando, como si dijeran: “¿Caminar? Qué costumbre tan terrestre.”

La despedida

Esa noche, de vuelta en la ciudad, terminamos otra vez junto a los canales. Es curioso cómo uno regresa al principio cuando un lugar se te queda dentro. El agua seguía corriendo, igual que el primer día, como si no le importara tu itinerario ni tus fotos ni tus revelaciones. Había una luz suave en las ventanas, pasos en las piedras, un murmullo de cenas y conversaciones.

Nos quedamos un rato en un puente, viendo el reflejo de las fachadas en el canal, y pensé que quizá la gracia de Annecy no es solo que sea bonita, que lo es y con insistencia, sino que te entrena para mirar. A mirar despacio. A notar. A entender que lo espectacular no siempre tiene que ser grandilocuente; a veces es agua clara, un pan excelente y un parapente diminuto cruzando el cielo, como una firma discreta sobre un paisaje demasiado perfecto.

Al final, me fui con el mismo problema de siempre: mi cámara llena, mi bolsa probablemente llena de queso, y mi “plan sensato” desaparecido en algún canal. Pero en Annecy, perder el plan no se siente como un fracaso. Se siente como lo correcto. Como si la ciudad, muy educada, te hubiera dicho: “Deja eso. Mira esto.”


Visitamos Annecy en el mes de julio, pleno verano, con días largos, calor y buen tiempo.

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