Intenta ser optimista para mantener tu mente ágil

Una nevera abierta con fruta y verduras en el estante, y la llave del coche al lado del yogur natural.

El día que olvidé las llaves (y mi dignidad) en la nevera y cómo el optimismo salvó mi salud mental.

Estaba yo en medio de una crisis existencial de lunes por la mañana, de esas que requieren café doble y mucha paciencia, cuando sucedió. Buscaba las llaves del coche con la desesperación de quien llega tarde a una cita con el dentista, que ya es bastante castigo por sí mismo, cuando las encontré. No en el bolso, ni en la entrada, ni en ese agujero negro que hay entre los cojines del sofá. Estaban, frescas y lozanas, enfriándose junto a los yogures naturales en la nevera.

Me quedé mirándolas fijamente, como si fueran un artefacto alienígena. «Sofía ¡Eres demasiado joven para que te pase esto!», me dije a mí misma con esa voz interior que suele ser bastante impertinente, «esto es el principio del fin. Empiezas enfriando llaves y terminas saliendo a la calle en pantuflas, convencida de que eres la reina de Inglaterra».

Mi primer impulso fue el pánico. Puro y duro. Visualicé mi futuro: yo, sentada en una mecedora, confundiendo a mi gato con mi sobrino y guardando el mando de la tele en el horno. Pero entonces recordé a mi tía Enriqueta, una mujer que a los ochenta años sigue coqueteando con el farmacéutico y que asegura que su secreto es «reírse de todo, empezando por una misma».

Así que cerré la nevera, cogí las llaves (que estaban heladas, por cierto) y decidí que, en lugar de llorar por mi inminente deterioro cognitivo, iba a investigar si había alguna forma de convencer a mi cerebro de que todavía éramos jóvenes y lozanos.

Tuve un momento de indecisión, porque lo que había puesto en mi bolso era la mantequilla y, al derretirse, lo había convertido en zona catastrófica. Pero decidí comprarme un bolso nuevo a la primera oportunidad y seguir adelante. Buena cosa. Lo que descubrí después no solo me tranquilizó, sino que cambió por completo mi forma de ver esos pequeños despistes que nos amargan la vida. Y, sí, tiene que ver con pensar bien, aunque todo parezca ir mal.

El drama del lunes (o por qué pensé que perdía la cabeza)

La situación no mejoró al llegar a la consulta. En mi aturdimiento post-nevera, saludé al dentista llamándolo «tío Enrique» (no preguntéis) y me senté en la silla del acompañante en lugar de en el sillón de tortura. Él, un hombre con la paciencia de un santo y unos ojos sospechosamente bonitos detrás de la mascarilla, solo sonrió.

—Tranquila, Sofía —dijo con esa voz que haría que cualquiera quisiera tener caries más a menudo—. A todos nos pasa. El estrés es mal compañero de la memoria.

—No es estrés. —le contesté dramáticamente— Es el declive. Siento cómo mis neuronas hacen las maletas y se mudan a un lugar más cálido. Pronto olvidaré cómo se usa el hilo dental.

Él se rio, y fue una risa bonita, de esas que te hacen olvidar que tienes un torno esperando entrar en tu boca.

—Te sorprendería saber lo mucho que tu actitud influye en eso. Hay estudios sobre el tema, ¿sabes? Si crees que vas cuesta abajo, tu cerebro pisa el acelerador.

Salí de allí con media boca anestesiada y una curiosidad picante. ¿Tenía razón el dentista guapo o solo intentaba que no llorara en su consulta? Resulta que, como casi siempre pasa cuando alguien es irritantemente perfecto, tenía razón.

Lo que Yale tiene que decirnos (y no es sobre moda universitaria)

Me puse a investigar como si fuera una detective privada en una novela de misterio, solo que el crimen era mi propia falta de concentración. Y me topé con un estudio de la Escuela de Salud Pública de Yale que me dejó patidifusa.

Resulta que unos investigadores muy listos han demostrado por primera vez algo que mi tía Enriqueta ya sabía por intuición: adoptar una actitud positiva puede ayudarnos a evitar, e incluso revertir, el deterioro cognitivo leve (DCL).

Leí la pantalla tres veces. ¿Revertir? ¿Como volver atrás en el tiempo pero sin las hombreras de los ochenta?

La prueba del algodón científico

El estudio decía que las personas con una disposición alegre y creencias positivas sobre el envejecimiento tenían un 30% más de probabilidades de recuperarse de problemas de memoria que aquellos que se dedicaban a pensar que todo iba a peor.

Básicamente, mi cerebro estaba escuchando mis quejas constantes.

  • Si yo pensaba: «Qué desastre, estoy vieja, no sirvo para nada».
  • Mi cerebro respondía: «Oído cocina, apagando sistemas principales para ahorrar energía».

Pero si conseguía cambiar el chip, si empezaba a ver el futuro con entusiasmo en lugar de con terror, mi cuerpo respondería mejorando los niveles de colesterol, controlando el azúcar y reduciendo el estrés. Era como magia, pero con gráficos y estadísticas.

De cómo intenté ser optimista y casi incendio la cocina

Decidida a poner a prueba la ciencia (y quizás impresionar al dentista en la próxima revisión), me propuse un plan de «Optimismo Radical».

La primera prueba de fuego llegó esa misma semana. Tenía una cita. Sí, una cita real, con un ser humano del sexo opuesto que no era mi dentista ni mi primo segundo. Se llamaba Carlos, lo había conocido en la cola del supermercado mientras ambos debatíamos sobre qué aguacate estaba en su punto, y parecía prometedor.

Decidí cocinar. Error número uno.

Estaba yo muy positiva, tarareando una canción y pensando en lo maravilloso que es envejecer como el buen vino, cuando el horno decidió que mi lasaña necesitaba un toque «carbonizado». El olor a quemado llenó la cocina justo cuando sonaba el timbre.

En mi versión anterior (la Sofía Pesimista), me habría tirado al suelo a llorar, convencida de que era una señal del universo para que muriera sola y rodeada de gatos. Pero la Nueva Sofía Optimista respiró hondo.

—¡Hola! —dije al abrir la puerta, intentando que el humo detrás de mí pareciera un efecto especial de discoteca—. Espero que te guste la comida con un toque… rústico.

Carlos me miró, miró el humo gris que salía de la cocina y soltó una carcajada.

—Mientras no sea tóxico, me lo como todo. Además, traje vino. El vino arregla cualquier desastre culinario.

Cenamos pizza a domicilio (la lasaña fue declarada incomestible), pero nos reímos tanto que se me olvidó por completo el fiasco. Y lo curioso fue que, entre risa y risa, recordé perfectamente el nombre del director de cine del que hablábamos, una película oscura de los noventa que normalmente habría tardado horas en ubicar.

¿Estaba funcionando? ¿Mi cerebro estaba respondiendo al buen humor como una planta al agua?

Pequeños milagros cotidianos

Empecé a notar patrones. Los días que me levantaba gruñendo porque llovía, se me olvidaba el paraguas. Los días que decidía que la lluvia era romántica y buena para el cutis, no solo recordaba el paraguas, sino que encontraba aparcamiento a la primera.

El estudio de Yale mencionaba algo sobre el cortisol, esa hormona del estrés que es veneno puro para el hipocampo (la parte del cerebro que gestiona la memoria, no un animal acuático grande). Al reírme de mis desgracias en lugar de sufrirlas con dolor, estaba bajando mi cortisol y dándole un respiro a mis neuronas.

Pasos para no convertirse en una gruñona (y salvar tus recuerdos)

Después de varias semanas de experimento, y de un par de citas más con Carlos (que resultaron ser caóticas pero realmente divertidas), he recopilado una serie de pasos prácticos. No son una fórmula médica, pero a mí me han funcionado para dejar de encontrar objetos en la nevera.

1. Cambia el guion de tu monólogo interior

Todos tenemos esa voz. La mía suena sospechosamente parecida a una profesora de matemáticas que me tenía manía en el colegio. Cuando te equivoques o te olvides de algo, no seas cruel.

En lugar de decirte: «Eres un desastre, ya no riges», prueba con: «Vaya, hoy tengo la cabeza en las nubes, debe ser que estoy cocinando una idea brillante», al menos, prueba con «podrías haberlo hecho mejor, pero a la siguiente no se pasará». La autocompasión libera oxitocina, y la oxitocina es el abrazo químico que tu cerebro necesita.

2. Rodéate de gente que sume (y que se ría)

Dicen que somos el promedio de las cinco personas con las que más tiempo pasamos. Si tus amigos se pasan el día quejándose de sus dolores, de la política y del clima, huye. O mejor, invítales a cambiar de tema.

Yo he empezado a pasar más tiempo con mi vecina Luisa, que a sus setenta años se acaba de apuntar a clases de salsa.

—¿Y si te caes, Luisa? —le pregunté preocupada.
—Pues me levanto con estilo, hija. O me ligo al enfermero que me atienda. Todo son ventajas.

Esa es la actitud. El optimismo es contagioso. Pégate a quien lo tenga.

3. Encuentra un propósito (aunque sea pequeño)

El estudio decía que tener una razón para levantarse protege el cerebro. No hace falta que sea «salvar el mundo» o «escribir la gran novela americana».

Mi propósito actual es mantener vivas mis plantas (un reto considerable) y aprender a cocinar un plato que no active la alarma de incendios. Tener metas pequeñas mantiene la mente enfocada en el futuro, no en el pasado. Y mirar al futuro con esperanza es la mejor vitamina para la memoria.

4. Reinterpreta la realidad a tu favor

Esta es mi favorita. Se trata de ser un poco ilusa, pero con estilo.

  • Si alguien te dice que te ves diferente, asume que significa «más guapa», no «más cansada».
  • Si se te olvida una palabra, no es un fallo cognitivo, es una «pausa dramática» para crear suspense en la conversación.
  • Si pierdes el autobús, es una oportunidad maravillosa para caminar un poco más y mejorar tu circulación (y de paso, tu cerebro).

El desenlace: una llave, una sonrisa y un futuro brillante

Volví al dentista un mes después. Esta vez me senté en el sillón correcto y recordé su nombre (Pablo, se llamaba Pablo).

—Te veo diferente, Sofía —me dijo mientras preparaba sus instrumentos de tortura—. Más… luminosa.

—Es el optimismo, doctor —le dije guiñándole un ojo (lo cual es difícil con la boca abierta, no lo intentéis)—. Estoy reentrenando mi cerebro. Resulta que si creo que voy a estar genial a los noventa, mis neuronas se lo creen y trabajan para que sea así.

—Pues sigue así. Tienes la sonrisa más bonita de la agenda de hoy.

Salí de allí flotando. Y no, no era la anestesia.

Caminé hacia mi coche pensando en que, al final, la vida es un enredo maravilloso. Sí, vamos a envejecer. Sí, se nos olvidarán cosas. Probablemente volveré a meter las llaves, o el mando de la tele, en el congelador algún día. Pero si puedo reírme de ello, si puedo verlo como una anécdota graciosa para contarle a Carlos en nuestra próxima cena (donde él cocinará, por el bien de todos), entonces no estoy perdiendo facultades. Estoy ganando historias.

Llegué al coche y me llevé la mano al bolso. Pánico. No estaban.

Busqué en los bolsillos. Nada. Miré por la ventana del coche. Nada.

«Tranquila, Sofía. Actitud positiva. Seguro que están en un lugar lógico y seguro», me dije.

Y entonces vibró mi móvil. Era un mensaje de Pablo, el dentista (o de su recepcionista, no nos hagamos ilusiones todavía):

«Hola Sofía, te has dejado las llaves en la bandeja del instrumental. Las tengo guardadas. Pásate cuando quieras. PD: Bonito llavero de un aguacate».

Me eché a reír sola en medio de la calle. Quizás sigo siendo un poco desastre, pero soy un desastre optimista. Y según la ciencia, eso significa que mi mente y yo vamos a estar bien.

Así que ya sabes, si sientes que tu memoria flaquea, no te amargues. Sonríe, busca el lado cómico y recuerda: mientras no olvides cómo reírte, lo importante sigue intacto.


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